Nadie en esta tierra by Víctor del Árbol

Nadie en esta tierra by Víctor del Árbol

autor:Víctor del Árbol [Víctor del Árbol]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fiction, Mystery & Detective, General
ISBN: 9788423362851
Google: AzKcEAAAQBAJ
editor: Ediciones Destino
publicado: 2023-01-25T17:53:19.855801+00:00


Aquel fue el principio de una pesadilla sin días, con imágenes borrosas y cuchilladas de la mente, amaneceres grises y sucios y un tañido frío que se agarraba a los huesos con insistencia y le enervaba la piel. No quería olvidar esa campana, en alguna parte había una iglesia, la gente iba a misa mientras a ella la violaban, la torturaban y la drogaban. Nunca era el mismo, nunca a la misma hora, nunca del mismo modo. A veces era uno, otras eran más. No la dejaban perder el conocimiento, no escuchaban sus súplicas, no se conmovían con sus gritos ni su llanto.

Al cabo de un tiempo, todo dejó de importar.

Y entonces apareció. Era una mujer, y le hizo gracia que eso sorprendiera a Clara.

—¿En serio eres de esas? Quizá crees que una mujer es incapaz de ordenar semejantes atrocidades. O igual piensas que con una mujer iría mejor. Deja que te abra los ojos, bonita: si esperas una especie de solidaridad de género te equivocas.

Las primeras veces, la mujer se limitaba a observar cómo la golpeaban y la vejaban. Aparecía de vez en cuando y se sentaba en una silla sin inmutarse cuando la sujetaban por el brazo para inyectarle la heroína. Luego, empezó a suministrársela ella misma. Una mañana la arrastraron hasta una habitación con los ojos vendados. Cuando le quitaron la venda vio a la mujer sentada. Colocaba fotografías sobre la mesa como las cartas del Tarot. Desvelando el futuro.

—Son muy buenas, Clara. Tienes mucho talento.

Las había revelado todas, todos los carretes que Clara había escondido entre la ropa, en la maleta, en los lugares más inverosímiles. Habían entrado en la habitación de su hotel —le sacaron la dirección a golpes—, sus manos habían tocado sus bragas, sus sujetadores, su intimidad, revuelto en sus cosas.

—Los niños, ellos son lo más importante, ¿verdad? —continuó la mujer, asintiendo con cada imagen, observándolas con verdadero interés—. Su inocencia, su integridad, su derecho a ser niños un poco más. Y tú has venido a salvarlos, ¿no es cierto? Desde España, tan blanca, tan guapa, tan joven. Quieres abrirle los ojos al mundo de allá, contarles lo que pasa, despertar conciencias. Y te admiro, Clara, de verdad que te aplaudo. Pero ¿sabes qué pasa, niña? Que el mundo ya sabe, pero no quiere saber. Que, si pasa lejos, no pasa. ¿Entiendes eso?

Y de verdad parecía dolerle, y Clara sentía que ella iba a entenderla, a ayudarla, a sacarla de aquel horror. Porque no podía ser como los otros, no con aquella mirada, esos ojos, esa sonrisa triste.

—Menudo problema nos has montado, Clarita. Aquí hay gente muy ruda, gente pesada. Y tú les has metido el dedo en el ojo. Pareces una chica inteligente... ¿qué creías que iba a pasar?, ¿que te dejarían hacer sin más? ¿Escribir un libro, prenderle fuego a México? Igual ganarte un Pulitzer, desde luego que te lo mereces. Pero seguro que ahora piensas que no valía la pena, que ojalá te hubieras quedado en tu Barcelona bonita, con las mierdas que, seguro, allí también tenéis.



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